La web del candidato
socialista François Hollande está llena de promesas desterradas del
discurso político en países como España: proteger los salarios,
luchar contra el paro, dignidad del trabajo, porvenir, libertades,
derechos o fomento de la cultura.
Ha llegado al poder y su
fórmula mágica es un impuesto a las fortunas y un gravamen del 75%
del IRPF para los directivos que ganen un salario por encima de los
500.000 euros anuales.
Su optimismo y su promesa
de que cuestionará la política asfixiante de la canciller alemana,
Angela Merkel, le ha hecho ganar el pulso a Nicolas Sarkozy, cada día
más escorado hacia la extrema derecha que lidera la familia Le Pen,
en un intento por arañar votos a un rival, el socialista, que aún
no ha hecho guiños a la ascendente izquierda y que se define como
“candidato de la normalidad” porque su principal caladero para la
segunda vuelta de las presidenciales han sido los votantes de centro.
El camino del hombre
llamado a proclamarse próximo presidente de la V República francesa
sin más carisma que el que está encontrando por el hartazgo social
con la Europa de Merkozy y su canina dieta de recortes, ha sido muy
largo. Ya le cedió el puesto de candidata en 2007 a su novia de toda
la vida, Segolène Royal, que lo dejó el mismo día que perdió las
elecciones contra Sarkozy.
Cinco años después ya
no había caballerosidad: la antigua pareja y otros tres candidatos
más se batieron el cobre para sustituir en el cartel electoral a
Dominique Strauss-Kahn, quien antes de su escándalo sexual estaba
llamado a ser el líder socialista francés.
¿Es creíble entonces
este discurso de Hollande, tan centrado en la dignificación del
trabajo, después de sustituir al exdirector gerente del Fondo
Monetario Internacional? Esta contradicción, junto con el culebrón
picante que, al menos visto desde fuera, parece la carrera hacia el
liderazgo socialista y el hecho de que sus rivales se hayan
desgastado antes de medirse con Hollande constituyen las sombras del
retrato de un hombre fotogénicamente anodino, que hará que el
palacio presidencial pierda el brillo couché de Carla Bruni como
primera dama.
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